25 de mayo de 2017

Solo buscamos alguien que nos escuche.

Cuando era pequeña me imaginaba muchas historias de amor, pero ninguna tenía un final feliz.

El piano llora mejor que ningún instrumento. Cada vez que él tocaba sentía esa presión en el pecho, y de algún modo lograba expulsarla a través de la punta de sus dedos. Sus manos se balanceaban de un lado a otro, yendo de puntillas o dando saltos, creaban música, a él le daban vida. Nunca llegó a ir al conservatorio porque las circunstancias no se lo permitieron, pero tenía pasión y razones por las que seguir, así que siempre siguió. Todo el que le escuchaba se preguntaba a quién dedicaba todas esas lágrimas. Se decía que era mudo, que no sabía hablar; así contaba su historia. Otros afirmaban que una vez perdió la vista; ciego de amor. Él estaba ya viejo: su cara llenas de manchas y su pelo desgastado se había quedado blanco. Por dentro ese dolor no se agotaba, no erosionaba con el paso del tiempo, y parecía intensificarse a medida que él se hacía más mayor.

No lo engañaron, tampoco murió. Fue tan simple como abandonarse el uno al otro y decirse adiós sin intención de volver. Fueron decisiones mal tomadas, el arrepentimiento. Palabras que se quedaron en la garganta y no llegaron a materializarse. Fue orgullo. Y ahora él solo era un piano lleno de polvo y ella una canción sin partitura. La mayoría de sus recuerdos han desaparecido y ahora solo le queda esa sensación de pérdida. En cada pentagrama pide que vuelva, ningún concierto acaba sin un bis. Las teclas se hunden dificultosamente bajo la yema arrugada de sus dedos y frotan cada herida mal curada. Todas se abren y no dejan de derramarse, flotan en el aire y llegan a oídos ajenos. Él respira y espera que en algún lugar del mundo ella lo escuche llorar.

merci, merci, merci

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